En la magnífica pintura de Minerva Teichert, Cristo con un manto rojo, con las marcas de los clavos en las manos y con los brazos abiertos, se muestra en toda Su majestuosidad. Con ternura y compasión dirige Su mirada hacia todos que tratan de llegar hasta Él. Me encanta el simbolismo de nosotros que extendemos nuestros manos para tocar al Salvador.
Deseamos estar cerca del Salvador porque sabemos que Él nos ama y desea envolvernos “para siempre en los brazos de Su amor” (2Nefi 2:15). Su mano puede curar cualquier dolencia, sea espiritual, emocional o física. Él es nuestro Abogado, el Gran Ejemplo, el Buen Pastor y el Redentor. ¿A dónde más podríamos dirigir nuestra mirada, a dónde más podríamos acudir, a dónde más podríamos venir, sino a Jesucristo, “el autor y consumador de la fe”? (Hebreos 12:2).
Esta doctrina es sumamente motivadora y alentadora. El Mesías extiende Su brazo de misericordia a todos, siempre dispuesto a recibirnos, si es que decidimos venir a Él. Si venimos al Salvador con “íntegro propósito de corazón” (3 Nefi 10:6), sentiremos Su amorosa mano en las formas más personales.
Una Mujer Que Padecía De Flujo de Sangre
En El Nuevo Testamento, una mujer tomó esa decisión y sintió Su poder: “Una mujer que padecía de flujo de sangre desde hacía doce años, y que había gastado en médicos todo cuanto tenía, y por ninguno había podido ser curada, se le acercó por detrás y tocó el borde de su manto; y al instante se detuvo el flujo de su sangre.”
“Entonces Jesús dijo: ¿Quién es el que me ha tocado? Y negando todos, dijo Pedro y los que con él estaban: Maestro, la multitud te aprieta y oprime, y dices: ¿Quién es el que me ha tocado?”
“Pero Jesús dijo: Alguien me ha tocado; porque yo he conocido que ha salido poder de mí.”
“Entonces, cuando la mujer vio que no había quedado oculta, vino temblando, y postrándose a sus pies, le declaró delante de todo el pueblo por qué causa le había tocado, y cómo al instante había sido sanada.”
“Y él le dijo: Hija, tu fe te ha salvado; vé en paz” (Marcos 5:21-34.
Me he preguntado qué habría ocurrido si esa mujer aquejada por el flujo de sangre no hubiese creído en el Salvador lo suficiente como para llevar a cabo el esfuerzo necesario para tocar el borde de Su manto. Entre aquella multitud, me imagino que llegar a estar tan cerca de Él le habrá requerido un gran esfuerzo. No obstante, “no dudando nada” (Santiago 1:6), ella persistió.
De forma similar, debemos demostrar que la fe en el Señor se ha adentrado en nuestro corazón lo suficiente como para motivarnos a actuar. La fe precede el milagro. El relato de la mujer con flujo de sangre nos enseña de uno de los milagros más bonitos de la vida del Señor.
En El Libro de Mormón, el profeta Moroni, hizo la siguiente pregunta, “Por tanto, amados hermanos míos, ¿han cesado los milagros porque Cristo ha subido a los cielos…?” (Moroni 7:27)
Como aquella mujer, los adictos, los enfermos, los pecadores y los que se encuentren lejos del amor del Señor Jesucristo frecuentemente necesitan un milagro en su vida. Yo doy me testimonio que milagros no han cesado hoy en día. Si tengamos fe y extendamos nuestras manos hacia Él, nos recibirá en Sus manos de amor y nos curará de nuestras aflicciones espirituales y físicas. Él es el gran medico.
(Algunas palabras de este mensaje se han tomado del discurso de la hermana Anne C. Pingree en la revista Liahona, Noviembre de 2006).