Ocurrió por la mañana de un día resplendente en la primavera del año 1820 uno de los acontecimientos más importantes de la historia de este mundo. Dios, El Padre Eterno, y Su Hijo, Jesucristo, le aparecieron al profeta José Smith y les dieron instrucciones concernientes la restauración del Reino de Dios en la tierra en estos últimos días.
En las palabras propias del profeta, “Al reposar sobre mí la luz, vi en el aire arriba de mí a dos Personajes, cuyo fulgor y gloria no admiten descripción. Uno de ellos me habló, llamándome por mi nombre, y dijo, señalando al otro: Éste es mi Hijo Amado: ¡Escúchalo!”
¡Que consuelo y bendición es saber que podamos comunicarnos personalmente con un Padre amoroso quien vive y nos escucha y nos da respuestas a nuestras oraciones! También, nuestro Señor Jesucristo vive, y por medio de Él, podamos ser rescatados de adicción, pecado y pena de este mundo. Tenemos que enseñarles a nuestros hijos de la naturaleza verdadera de Dios a darles testimonio frecuentemente de estas verdades, siguiendo la admonición de Nefi en el Libro de Mormón:
“Y hablamos de Cristo, no regocijamos en Cristo, predicamos de Cristo y escribimos según nuestras profecías, para que nuestros hijos sepan a qué fuente han de acudir para la remisión de sus pecados.” (2 Nefi 25:26).
Esforzábamos cada día por mejorar nuestra relación con nuestro Padre Celestial y Su Hijo Jesucristo, y ser sanados gracias a la expiación del Salvador.